El hombre elefante
Para retomar la historia de John Merrick en El hombre elefante (1980) quise hacer una lectura desde la intersección entre Lacan y Nancy para plantear el problema del cuerpo, su constitución imaginaria y el encuentro con lo Real.
En la teoría lacaniana, el yo se constituye a partir de la “asunción jubilosa” de la propia imagen en el espejo, como dice Lacan en el Seminario 1. En un momento en que el infans reconoce, en la forma unificada de su reflejo, una promesa de consistencia, frente a la vivencia de su cuerpo como fragmentado. Esa identificación funda al yo (moi), aunque siempre sobre el trasfondo de una fractura y de una dependencia de la mirada del Otro.
Escena de la exposición en el hospital en la presentación de enfermos
En el caso de Merrick, la experiencia es radicalmente otra. Se le prohíben los espejos, su imagen está siempre mediada por la mirada del Otro (la del público, la de los médicos, la del empresario de feria). Cuando se enfrenta a un espejo, lo que encuentra es una imagen que ratifica la fragmentación, sirve como una confirmación de su condición monstruosa. No hay júbilo, sino angustia. Lo que el espejo devuelve es la imposibilidad de suturar la fragmentación del cuerpo. La mirada de los otros, a su vez, lo colocan en el lugar de objeto de goce, de espanto.
Desde Lacan, puede decirse que Merrick es un sujeto fijado a la posición de objeto en el campo de la mirada del Otro. Como Lacan subraya: “la mirada es aquello que me constituye como objeto en el campo del Otro” (Seminario 11). El yo, en este caso, no se sostiene en la identificación especular, sino en la violencia de ser reducido a espectáculo monstruoso.
Ahora bien, la lectura de Nancy abre otra posibilidad. En Corpus, Nancy insiste en que el cuerpo no es primariamente imagen, ni representación de una interioridad, sino pura exposición: “El cuerpo es la verdad de la existencia en tanto que expone y se expone”.
El cuerpo de Merrick, aunque no logre constituirse como unidad imaginaria, está ahí irreductiblemente. No necesita de la mediación del espejo ni de la mirada integradora del Otro para ser cuerpo. Su existencia se da como exposición radical: está, se ofrece, resuena. Esa presencia material es anterior a toda imagen, incluso al fracaso de la imagen. Merrick tiene un cuerpo que insiste más allá de toda negación, un cuerpo que existe por el mero hecho de exponerse, incluso cuando la mirada social intenta reducirlo.
Escena del grito
El yo de Merrick siempre tomado por la mirada del Otro y nunca sostenido en la ilusión especular, es un yo marcado en su función de objeto de goce. Al mismo tiempo, el cuerpo de Merrick, al estar ahí, al resistir la deshumanización con su grito —“¡No soy un animal, soy un ser humano!”—, afirma un yo distinto: no el yo del imaginario lacaniano, sino un yo existencial, nacido de la pura presencia del cuerpo.
Mulholland Drive
Si en El hombre elefante el cuerpo aparece como exposición irreductible en el fracaso de la imagen, en Mulholland Drive (2001) el cuerpo se despliega entre el sueño y el cadáver, mostrando cómo el deseo fabrica semblantes y cómo lo real irrumpe para deshacerlos.
La primera parte de la película presenta a Betty y Rita como figuras oníricas: cuerpos bellos, deseables, luminosos. En el sueño, la protagonista (Diane) se imagina a sí misma como Betty: talentosa, pura, capaz de sostener una relación idílica con Rita.
El sueño construye una superficie imaginaria que sutura la falta. “El yo se constituye en la ilusión de unidad que el espejo le ofrece” (Seminario 1). Betty es esa ilusión llevada al extremo, la proyección idealizada de Diane.
Escena del cadáver
La irrupción del cadáver en el departamento quiebra la lógica onírica. El cuerpo descompuesto es el resto que no se deja integrar en la narrativa del sueño. Es el retorno de lo reprimido, lo indecible que rompe la ficción.
Para Lacan, este cadáver es lo real: “Lo real es aquello que no cesa de no escribirse” (Seminario 20). No representa nada, no cierra un sentido, sólo se presenta como agujero. La caja azul y la llave intensifican esa lógica, figuras de un vacío que deshace la ilusión de continuidad.
Tras el hallazgo del cadáver, Rita corre a cortarse el pelo y disfrazarse con una peluca rubia, buscando asemejarse a Betty. Este gesto puede entenderse como un intento de sutura imaginaria: cubrir el agujero que abrió el cadáver mediante una identificación especular. Pero, como en El hombre elefante, el espejo no unifica, sino que multiplica la angustia. Dos rubias idénticas generan lo siniestro (Unheimlich): lo familiar vuelto extraño.
Desde Nancy, lo esencial es que el cadáver no representa nada. “El cuerpo no es signo de otra cosa: es el ser expuesto de la existencia” (Corpus). En Mulholland Drive, el cadáver es pura exposición de la finitud: materia que insiste más allá de todo sentido.
La caja azul no revela un contenido oculto, sino que muestra el vacío. Así, el cuerpo muerto y los objetos que lo rodean interrumpen la lógica del relato y exponen lo indecible de la existencia. El cuerpo ya no como imagen idealizada (Betty), sino como resto irreductible, pura exterioridad.
Escena del teatro con las dos rubias y el anuncio de que todo es mentira
Lynch construye así un dispositivo donde el cuerpo funciona como límite de toda narración, primero sostén fantasmático del deseo, luego resto real que deshace toda ilusión.
Conclusión
El cine de David Lynch se sostiene en una apuesta constante, la de mostrar el cuerpo allí donde fracasa la representación. En El hombre elefante y en Mulholland Drive, dos películas separadas por más de veinte años, emerge la misma operación: el cuerpo no como unidad armónica, sino como resto, como agujero, como exposición irreductible.
Desde Lacan, ambos relatos exhiben el límite del imaginario: En El hombre elefante, el espejo no produce la ilusión jubilosa de unidad, sino la angustia de la fragmentación. El yo no se sostiene en la imagen propia, sino en la violencia de la mirada del Otro, que lo constituye como objeto; en Mulholland Drive, el sueño fabrica semblantes ideales, pero el cadáver irrumpe como real imposible, agujero que deshace toda ficción.
Desde Nancy, en cambio, abre otra vía de lectura: en El hombre elefante, el cuerpo de Merrick no necesita del espejo para afirmar su ser porque está ahí, irreductible, exponiéndose incluso frente a la prohibición de mirarse; en Mulholland Drive, el cadáver no simboliza nada, es pura exposición de la finitud, materia que resuena como indecible, más allá de cualquier sentido.
En ambas películas, el cuerpo aparece como el lugar donde lo indecible se impone, ya sea en la figura monstruosa que resiste la imagen, o en el cadáver que interrumpe el sueño. Lynch pone en escena la imposibilidad de clausurar el cuerpo bajo una representación total.
Así, las categorías de Lacan y Nancy permiten iluminar el gesto lyncheano. Por un lado, Lacan subraya la fractura entre imagen y real, el cuerpo como resto de goce que no se unifica. Por otro lado, Nancy propone pensar el cuerpo como exposición pura, un estar que antecede a toda imagen o identidad.
Entre ambos, el cine de Lynch revela que el cuerpo es siempre exceso, apertura, indecible, aquello que ninguna narrativa, ni siquiera la cinematográfica, puede cerrar del todo.
Romina Lencina