La causalidad secuestrada. Una reflexión sobre Wakefield, de Nathaniel Hawthorne

Wakefield es probablemente uno de los cuentos más extraordinarios que jamás se hayan escrito, aunque debido a las frecuentes y a menudo incomprensibles injusticias de la historia no ha gozado de la popularidad que merece. El autor ha realizado una notable labor de vaciamiento argumental, al punto de que la historia, incomprensible en su esencia, puede resumirse en unas breves líneas. Tras varios años de matrimonio, y sin que medie motivo alguno aparente, Wakefield un buen día se marcha de su casa y alquila otra a una calle de distancia. Así vivirá durante veinte años, sin conocer el motivo. Con la misma aparente indeterminación, al cabo de esos veinte años decide volver, como si nada hubiese sucedido. El talento de Hawthorne consiste en dotar al incidente, como él mismo lo califica, de una profundidad metafísica abismal, capaz de hacer resonar alguna de las preguntas decisivas de la existencia, y conducirnos a la terrible interrogación sobre el sentido de la conducta humana. Es precisamente por la absurda insensatez del comportamiento de Wakefield, por el carácter insólito e irrepetible del acontecimiento, por la pureza de su incomprensible originalidad, que el incidente, a juicio del narrador, merece la “generosa simpatía de la Humanidad”. Esta afirmación, expresada ya en los primeros párrafos, nos advierte que las páginas siguientes habrán de destinarse a reconstruir el puente entre el singular proceder del personaje y aquella universalidad que la simpatía general exige para conceder su misericordia.
        “Después de tan largo paréntesis en su felicidad matrimonial […] entró tranquilamente por la puerta, como si hubiera estado afuera solo durante el día, y fue un amante esposo hasta su muerte”. La frase encierra, pues, el misterio de esta historia, a la que somos convocados para indagar en un agujero, un hiato, una discontinuidad que irrumpe en la serena línea de la felicidad matrimonial. Porque si algo nos afecta de manera conmovedora en este relato, no son los hechos, que en ningún momento describen nada sustancial, ni dedican una sola palabra a revelarnos el pathos de los protagonistas. No es la soledad de Wakefield, ni el imprevisible abandono que ha sufrido su mujer lo que nos inquieta. No podríamos sentirnos afectados por eso, en tanto es muy poco lo que se nos informa sobre el estado de ánimo de Wakefield, y mucho menos sobre el de su mujer, de la que ni siquiera sabemos si ha llevado a cabo gestión alguna para dar con el paradero de su marido, o si por el contrario se ha resignado obsecuentemente a su pérdida, como si el destino la hubiese ordenado. Es evidente que la fuerza y la tensión narrativa se obtienen no a pesar de privarnos de todos esos detalles, sino justamente por omitirlos. La abundancia solo conseguiría desviar el relato de su propósito claro: conducirnos hacia el gap, la hiancia, el agujero, el abismo insondable que hay en cada uno de nosotros, y del que estamos separados por una distancia que conjuga al mismo tiempo el cero y el infinito.
        Hawthorne no pretende rellenar esa discontinuidad, ni explicarnos el agujero, ni restablecer la secuencia, ni reunir los bordes de la hendidura abierta en la sensata y plácida existencia de sus personajes. Todo lo contrario: de forma deliberada, y empleando un lenguaje y un tono que intenta rebajar en nosotros todo atisbo de sorpresa e incredulidad, nos fuerza a admitir con absoluta naturalidad lo incomprensible, y nos mantendrá hasta el final sin compadecerse de nuestro aturdido entendimiento, dejándonos sin respuesta ante lo que podríamos llamar una causalidad secuestrada.   
¿Qué quiere Wakefield? ¿Qué se propone con su acto? El problema es que ni siquiera él lo sabe. Nuestra ignorancia y nuestra perplejidad son en definitiva las suyas. Nada le impide regresar, salvo el orgullo de mantener a salvo ese proyecto cuyo sentido desconoce. 
¿Por qué regresa finalmente Wakefield? De nuevo, donde nos reconfortaría encontrar al fin la justa causa que haga cesar de una buena vez tamaño desatino, solo encontraremos una insípida contingencia. Wakefield ha dado uno de sus habituales paseos al hogar que sigue considerando suyo, y lo sorprende una fría lluvia frente al portal de la casa. La intemperie es hostil y desoladora, el interior cálido y confortable. Él no es tan tonto como para desdeñar lo que le conviene, incluso a pesar de que por última vez su conciencia le advierta que no tendrá una segunda oportunidad. Atraviesa, pues, el umbral, y le es suficiente con adoptar la misma sonrisa que había dejado al partir, para recobrar la continuidad de lo que estaba interrumpido, como si esa sonrisa, que sin duda encarna la función de la mirada, hubiese sido el verdadero y secreto pasadizo por donde los dos mundos podían conectarse, el corredor en el que la fracción de un segundo equivale a la eternidad, y una calle a la infinitud del Universo.
        La conclusión es, sin duda, moral. No nos están permitidas demasiadas libertades, y un paso en falso cometido en un instante, una ínfima torcedura en el cósmico engranaje al que toda vida humana está encadenada, puede conducirnos a esa fatalidad definitiva. Si Wakefield ha podido recobrar su tibia y mediana normalidad, es probablemente porque su aventura no ha pasado de ser un mero parpadeo de ojos, durante el cual toda la insensatez de su existencia, no más ni menos absurda que la de cualquiera de nosotros, se iluminó por entero.
        ¿Quién no ha albergado alguna vez el deseo de huir, de optar por el destierro, de desprenderse de esta nuestra repetida vida y proyectarse en otra? ¿Quién no ha soñado con una libertad que nos aguardaría en otra parte, y de la que estamos alejados por una invisible prisión que nos recluye en la perpetua reproducción de lo mismo? ¿Seríamos capaces, aunque más no fuese por un día en la duración de nuestro vivir, de acometer el salto y arrojarnos a la incertidumbre de ese más allá que nos seduce con su misteriosa sonrisa? Desde luego, si algo nos enseña este asombroso relato, no es tan solo que lo que llamamos el inconsciente es, en definitiva, el nombre que le damos a la imposibilidad de nombrar la causa de lo que mueve una vida. Es también la advertencia de que nuestros actos, por insignificantes que resulten, no pueden deshacerse nunca.

Gustavo Dessal.

 Psicoanalista. Miembro de la ELP y de la AMP.

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