Se supone que todos los analistas deben remitirse a las últimas enseñanzas de Lacan. Sin embargo, siempre es por el primero, el enfoque estructural, que se queda ilustrada la práctica clínica. Lo que se concibe teóricamente encuentra un punto de resistencia al explicar cómo uno se relaciona con un paciente, con un analizante. Esto se debe a que el concepto de sinthome sacude nuestro pensamiento, más bien familiarizado con el modo binario: neurosis o psicosis, Nombre-del-Padre o no, síntoma o fantasma. Este concepto es, como señala Miller, «desestructurante»1, en el sentido de que diluye las estructuras clínicas clásicas y, más allá de ellas, designa un modo singular de gozar. Es realmente con el sinthome que se puede hablar del uno por uno de la singularidad del modo de gozar. La singularidad de cada paciente, en su relación particular con el goce, pone en tela de juicio una clínica para todos, una clínica de la universalidad de neuróticos, psicóticos, etc., no prestándose a ser consignada en una serie que justifique una clasificación. Cada sujeto, uno por uno, es inclasificable y seguirá siéndolo.
Para ello, hay que estar dispuesto a entrar en otra relación con quien se dirige a nosotros, dispuestos a renunciar al confort del único apoyo que proporcionaba la bipartición psicosis/neurosis a partir de la clínica estructuralista, la cual requería saber si el Nombre-del-Padre estaba o no forcluido. Hay una alternativa, es la clínica borromea con el sinthome y las posibilidades de anudamientos.
Con el sinthome, la práctica se desplaza: ya no es la interpretación que propone un sentido o revelaría una verdad del sujeto que sus resistencias impidieron ver, sino el apuntar al fuera de sentido. El acto del analista no es un reencuadre, una normalización mediante efectos terapéuticos consustanciales a la clínica, sino una «operación de desarticulación»2 hacía otros anudamientos.
¿Cómo pensar estos desplazamientos, la profunda rearticulación que Lacan fue operando en su última enseñanza a partir de la experiencia clínica? Porque una cosa es la lógica estructural de Lacan discontinuista de los años 50 hasta mediados de los 60, y otra cosa es el último Lacan donde el síntoma y el goce orientan la clínica. Este desplazamiento supone una paradoja que plantea un interrogante: ¿se puede pensar esta clínica orientada por el goce sin excluir al mismo tiempo la importancia de la estructura? ¿Cómo se puede articular en la práctica esta tensión? ¿Cómo pensar estas dos cosas desde el punto de vista de la experiencia de la clínica?, teniendo en cuenta que la última enseñanza no es sin la primera, es decir, no se puede aislar la última enseñanza por sí misma suplantando la primera. Como señala Miller: «no debe pensarse que el concepto de sinthome anula las otras lecturas de la clínica, sino que en realidad se agrega a ellas», el sinthome siendo un término que «supera las divisiones y las multiplicaciones de conceptos precedentes»3.
Lo que entra en juego aquí es la introducción del concepto de lo real como elemento clínico clave sobre el cual se orienta toda la última enseñanza de Lacan. Lo real implica que todo relato, toda construcción significante no llega a dar cuenta de lo que el trauma en la sexualidad humana introduce, del agujero de sentido que abre y del impacto que provoca en los cuerpos. De ello se deriva que «todo el mundo está loco»4, delira, en un intento por dar sentido a la dimensión trágica de su existencia como parlêtre. La falta de inscripción de la relación sexual, la denominada “forclusión generalizada”, nos afecta a todos. Al mismo tiempo que decimos, con Lacan, que todo el mundo es loco, es decir delirante, Miller añade en la presentación del XIV Congreso de la AMP de 2024 que bien, pero no todo el mundo lo hace de la misma manera. No es lo mismo el delirio del obsesivo, el delirio de la histeria, el delirio de la paranoia, es decir, hay siempre una tensión entre estos polos.
¿Cómo podemos pensar esto? Miller señala en Sutilezas analíticas que «la distinción neurosis-psicosis es operatoria a nivel significante, pero lo es mucho menos a nivel del modo de gozar»5. Es decir, si tomamos el delirio a nivel de una producción de sentido sobre la existencia misma, la lógica de la clasificación tiene su consistencia y nos permite diferenciar entre locura y psicosis en tanto a lo que concierne al lazo social que un delirio imprime o no en el sujeto. Pero al adentrarnos en la última enseñanza de Lacan, asistimos a un desplazamiento; vemos como se desdibujan las fronteras que habían regido en lo anterior. Neurosis y psicosis aparecen en mayor contigüidad; la relación entre mentira y verdad se vuelve moebiana; vemos como delirio y saber comparten la misma formula S1-S2; e incluso síntoma y fantasma quedan absorbidos bajo un solo concepto: el goce. Dice Lacan en el Seminario 20: «La realidad se aborda con los aparatos del goce» y «aparato no hay otro que el lenguaje»6. Esta reformulación del inconsciente como aparato de goce introduce una disyunción epistémica importante para pensar la psicopatología, entre el sujeto mortificado por el significante, sometido a la repetición, y el parlêtre afectado por el impacto de lalengua. El goce encarnado en el cuerpo anudado por el sinthome abre, a partir de aquí, una nueva perspectiva, donde la pulsión de muerte no queda fijada en la repetición, ni en el destino orientado hacia un fin determinado de la existencia. A partir de aquí entramos en un campo donde ya no tendría tanta relevancia la tipología clínica en referencia a la estructura, ni tampoco una clasificación que trate de dar cuenta de un diagnóstico. Esta dilución de la estructura va a la par con lo que Lacan formalizará más tarde con la introducción de la topología del nudo borromeo, que permite ir más allá de la tipología, en la perspectiva de pensar la clínica a partir del goce.
¿Cómo podemos entonces dar cuenta de una nueva psicopatología que se sostiene en esta última enseñanza de Lacan sin invalidar el tipo clínico?Si la última enseñanza de Lacan no puede pensarse sin la primera, ¿qué puede llegar a orientarnos?
Por una parte, nos encontramos con una paradoja: no existe experiencia clínica sin relato, sin la construcción de una verdad, por mentirosa que sea. La experiencia clínica se instituye a partir del campo del sentido, y el analista no puede producir un corte sobre el campo del relato, ya que la premisa fundamental de la experiencia clínica es la asociación libre. Cuando un sujeto en análisis puede hablar libremente, construye un relato. La cadena significante lo conduce por sí mismo a los impases de su vida, a la repetición, a la lógica del significante que construye un sentido. Es difícil pensar en una clínica sin relato. En cambio, vemos que este relato y esta construcción significante ocurre, y es acompañada por la serie de actos analíticos que implica, que son la interpretación, el desciframiento del rebus, la lógica de hacer valer el significante reprimido para que obtenga un sentido nuevo. El relato es inevitable.
Por otra parte, observamos en la clínica de cada día lo que Freud formalizó en 1923: que el sujeto en el fondo defiende su síntoma, su pathos, reivindica su derecho al síntoma7. Esto puede ser interesante, porque muestra, por una parte, la potencia del sentido para dar cuenta de la Aufhebung del síntoma o del alivio terapéutico y, por otra parte, vemos el funcionamiento del sujeto cuando se le quiere privar de su derecho al síntoma. En tal caso, responde con un empeoramiento del síntoma. Por lo tanto, el síntoma de ninguna manera es algo que haya que suprimir. Es más: Para Freud el síntoma es un enemigo noble al que no hay que combatir, sino hay que pensar como producir una alianza con él.
La orientación sería entonces la de no alimentar demasiado la máquina de dar sentido porque la máquina ya viene con un sentido programado, con un algoritmo que repite inclusive, sino apuntar al dentro de esa máquina, a como se nos puede revelar no tanto el sentido de los síntomas, sino el funcionamiento del sujeto. Cuando hablamos del goce, hablamos del modo en que un sujeto tiene de funcionar con cierto pathos al que está sometido. La búsqueda de la muerte, por ejemplo, será probablemente llamada suicida y asociada a un contexto bipolar. Esta clausura no hace sino obturar de antemano una posible palabra por venir. Sin embargo, este cara a cara con la idea de la muerte puede ser una búsqueda de la vida para un sujeto para el cual, en un momento dado, el sentimiento de la vida ya no es accesible. Para estos sujetos, a veces es necesario pasar por esta intimidad llevada al extremo con la idea de la muerte, por este paso al límite, para poder percibir lo que de lo real de la vida aún puede estar latiendo en un cuerpo que se les escapa. El pathos de no tener ya gusto por la vida no puede interrogarse a partir de una respuesta molecular, sino haciendo resonar para ese sujeto que se dirige a nosotros aquello que, desde lo más íntimo, empuja a ese rechazo hacia su ser, a ese disgusto de sí mismo que hace obstáculo a una posibilidad de encontrar el gusto por la vida.
Donato Bencivenga
- Miller J.-A., Curso de la Orientación lacaniana, Sutilezas analíticas, Buenos Aires, Paidós, 2011, p. 77.
- Ibid., p. 90.
- Ibid., p. 75.
- Ibid., p. 76.
- Id.
- Lacan J., El Seminario, libro 20, Aún (1972-1973), texto establecido por J.-A. Miller, Buenos Aires, Paidós, 1981, p. 69.
- Me refiero a lo que Freud, en El yo y el Ello (1923) y más tarde en Inhibición, síntoma y angustia (1925), aísla como concepto de “reacción terapéutica negativa”. Véase Freud S., “El yo y el ello” (1923), Obras completas, vol. XIX, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1992, p. 50.